viernes, 4 de febrero de 2011

Silencio

Silencio.
Dejar el sonido detrás de una cárcel de carne y huesos.
Quiero callar,
permanecer sin emitir palabra sentado en la noche,
en una vereda sin ser visto por nadie,
encender tal vez un cigarrillo,
Confundirme con el humo que juega entre los dedos,
dejarme envolver, tapar, cegar por el silencio,
y romper la distorsión de los motores en las avenidas.

Ser una sombra y estar hecho de sombras,
pasar entre la gente con la fuerza del viento en otoño.
Golpear contra los carteles,
las imagenes,
contra los muros que gritan por dentro,
contra las oficinas que rugen en los edificios.

Quiero hacer silencio,
apagarme,
extinguirme,
ver desde el centro de mi sombra
la luz de los hospitales,
y otras desgracias,
para sentirme menos que el humo
de los automóviles.
Haciendo callar a todos con mi silencio,
rotundo,
estupefacto,
violento,
asesino

Y una vez que todo sea silencio,
un silencio blanco,

un silencio manso,
terrible,

un silencio que grita sigilosamente,
palabras nunca antes escuchadas,
podré así,
muerto de silencio,
con mi voz rota por el callar,
volver por fin
trémulo,
con los labios secos de tanto silencio,
 a tomar la palabra

miércoles, 2 de febrero de 2011

Oficinistas y soledades.

Nuestro destino de vestir de traje, de contestar teléfonos, de responder correos electrónicos, y de ser felizmente tristes.



Oficinistas y soledades.

La mañana soleada del lunes,
la oficina vacía oscura como una mansión terrorífica,
y la tristeza de los escritorios como lapidas sin nombre.
El colorido gris de los trajes,
las camisas y los zapatos,
y el cuerpo acompañando por inercia
los pasos y los tiempos.

El humo urgente del cigarrillo antes de las nueve,
la tristeza del color de los taxímetros,
la pereza de los subterráneos,
el caminar cansino por las escaleras,
o el silencio de los ascensores.

El aburrimiento del papeleo,
el destino dibujado en las manos por la rutina,
los sueños puestos en suspensión ocho horas,
los bostezos sincronizados de la media tarde,
el perfume rancio del café de máquina

El sonido melancólico de los teléfonos,
el azar de los correos electrónicos,
la formalidad estancada de los saludos,
los insultos a la suerte por dentro.

Las aspiraciones contenidas,
la felicidad del último segundo del viernes
o el mágico instante antes de las seis de la tarde,
la cautela de la retirada,
el ruido espantoso de las tarjetas magnéticas,
y el comienzo de la vida tras la puerta de entrada.

En resumen
 la estirpe de oficinistas,
y la garantía de sus soledades.