miércoles, 2 de febrero de 2011

Oficinistas y soledades.

Nuestro destino de vestir de traje, de contestar teléfonos, de responder correos electrónicos, y de ser felizmente tristes.



Oficinistas y soledades.

La mañana soleada del lunes,
la oficina vacía oscura como una mansión terrorífica,
y la tristeza de los escritorios como lapidas sin nombre.
El colorido gris de los trajes,
las camisas y los zapatos,
y el cuerpo acompañando por inercia
los pasos y los tiempos.

El humo urgente del cigarrillo antes de las nueve,
la tristeza del color de los taxímetros,
la pereza de los subterráneos,
el caminar cansino por las escaleras,
o el silencio de los ascensores.

El aburrimiento del papeleo,
el destino dibujado en las manos por la rutina,
los sueños puestos en suspensión ocho horas,
los bostezos sincronizados de la media tarde,
el perfume rancio del café de máquina

El sonido melancólico de los teléfonos,
el azar de los correos electrónicos,
la formalidad estancada de los saludos,
los insultos a la suerte por dentro.

Las aspiraciones contenidas,
la felicidad del último segundo del viernes
o el mágico instante antes de las seis de la tarde,
la cautela de la retirada,
el ruido espantoso de las tarjetas magnéticas,
y el comienzo de la vida tras la puerta de entrada.

En resumen
 la estirpe de oficinistas,
y la garantía de sus soledades.

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