lunes, 22 de noviembre de 2010

El duelo.

Las siete y diez, el sonido del despertador retumba, rompe el silencio, lo invade y lo destruye entre la semi oscuridad de la primavera.

Estoy recostado sobre la cama, mirando hacia arriba en una mañana casi estival, el calor no me interesa, no me molesta, casi nada me afecta.

Salgo de la cama y me miro al espejo. Tengo la barba crecida, una semana sin afeitarme pero no me voy a afeitar. ¿Para qué cuidar mi aspecto? Es igual, todo es igual.

Me pregunto cómo será la reacción de mis compañeros. Seguramente cuando me baje del subterráneo  y camine la calle y media que tengo hasta a la oficina me voy a empezar a sentir incomodo. No los culpo, existe desde siempre la formalidad de decir “Buen día” y si la situación es como la mía, añadir el nunca tan poco sentimentalista “mi más sentido pésame”. Estoy seguro que cada uno sigue con su vida normal, lo único molesto es mi silencio, mi cara de tristeza adaptada a la cotidianeidad, porque es eso, es un rostro sin vida, que no trasluce nada. ¿Hace cuánto que no esbozo una sonrisa? ¿Hace cuánto que la comunicación para mi, no es más que pronunciar palabras que enuncian pedidos y agradecimientos?

“Buen día Juan, mi más sentido pésame”. Andrés fue el primero, lo conozco hace diez años, los diez años que llevo trabajando en esta oficina, se que lo dice con sinceridad, pero sentirlo, nadie puede sentir el pésame que llevo dentro.

Es la primera vez del resto de la vida que entro a la oficina sabiendo que cuando llegue a casa no me vas a esperar, el primer café que tomo en el trabajo sin enviarte un mensaje para preguntarte como amaneciste, el primer almuerzo sin llamarte entre tarea  y tarea de cada uno. El resto de la vida será así, habrá que adaptarse.

Se me acerca Mónica, la administrativa de compras: “Juan, ya sabés que si necesitás algo, o hablar o simplemente descargarte, yo no tengo problema en que hables conmigo, hace cinco años que trabajamos juntos y se que la situación que vivís es complicada”

Ya no me sale llorar, “gracias” apenas pude decir,  y seguí ordenando uno tras u otro los papeles en el escritorio.  Todo lo que está acá, en este escritorio, me da absolutamente igual, es más de una rutina que hoy comienza y en la que no vas a estar, porque la tragedia que encierra la palabra destino así lo quiso.


Las siete y cuarto de la tarde. Me desacomodo lentamente la corbata. Nunca pensé en lo silenciosa que es la tarde con tu ausencia, es un silencio dulce, extrañándote me gusta estar en silencio, prefiero eso o alguna melodía tenue.

“Causas y Azares”, hoy venía pensando en esa canción de Silvio Rodriguez. Cuántas veces la habremos escuchado sin pensar en las primeras líneas. Cuando nos dimos ese beso a la mañana y nos dijimos “Buen día, te veo a la tarde”, ni siquiera imaginamos que el destino no sólo tiene flores, sino gente malvada, con miserias y penas. Cuando te vi a la tarde, como te prometí, estabas en una sala fría y oscura, esperando mi reconocimiento.

Llega la peor parte del día, la noche. Hay un espacio vacío, una silueta ausente en la cama. Es por las noches cuando lloro, porque no puedo abrazarte. Aún peor, siento que es por la noche cuando descubro que tengo una ausencia clavada en el pecho.

Alguien me dijo que tenía que elaborar el duelo. Ahora creo que pude ponerle una definición, creo que el duelo no es más que eso, una ausencia clavada en el pecho, un recuerdo, un destello, un momento sui generis, que no volverá a tener a lugar.

Veo mi soledad sentarse al lado en la mesa. Es hora de dormir, y despertar. Un día a la vez.

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